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Sentido

Quienes leen mi blog, ya habrán notado la relevancia que le otorgo y le sigo otorgando al sentido en mi vida, en toda su profundidad y magnitud. Y quienes se inician en la lectura irán descubriendo ese valor trascendente en mi. El sentido de la vida en cada experiencia que atravesamos, cuál es el sentido de que a mi, a vos, nos suceda tal o cual experiencia; a veces me pregunto que seríamos los seres humanos sin hallar el sentido como motor que nos mueve, nos guía a seguir el camino. 

Leyendo "El espíritu de la esperanza" de Byung-Chul Han, me sentí identificada en sus palabras: ". . . .sin un horizonte de sentido, la vida se reduce a la supervivencia. . ." [1], comparto este pensamiento en toda su amplitud de significado. Al encontrar sentido a nuestras experiencias vamos tejiendo de significados nuestra vida, estamos viviendo para algo que tiene un sentido para nosotros. Que es aquello que me inspira a dar el siguiente paso, a continuar mi proceso, a caminar, a veces sin saber hacia dónde voy, como me ha sucedido en muchos momentos de mi vida. Y nuevamente encontré palabras que me permitieron encontrar un significado perdido, ". . . .Vida y esperanza son lo mismo. Vivir significa tener esperanza. . . . . .la esperanza tiende una pasarela sobre un abismo al que la razón no se atreve a asomarse. . . . ."[2]. Saboreamos la poesía en estas palabras.

Leyendo a este filósofo, es que recordé momentos en mi vida de conexión con la esperanza, sin saber que esa fuerza vital para la acción, tenía que ver con ese sentimiento denominado esperanza. En el momento en que arriesgué y actué, sucedió lo inesperado, lo venidero de acuerdo a Han. "La esperanza absoluta nace ante la negatividad de la desesperación absoluta. Germina cerca del abismo." [3]

Me encontraba en el mar, alejada de la costa, nadando con mi pareja, sin conciencia de las corrientes marinas ni de la distancia recorrida. Al decidir regresar hacia la orilla, quedamos sorprendidos de la lejanía de la costa. ¿Cómo llegamos hasta aquí? indagué en mi interior. Comenzamos a nadar confiados en nuestras fuerzas. De inmediato tomamos conciencia de que no avanzábamos y que la corriente nos llevaba hacia un lado, nos habíamos alejado tanto de la costa porque una corriente nos había estado empujando. Esta playa era desierta y extensa, de esas playas soñadas alejadas del ruido, sólo accesible por caminos de tierra atravesando campo y médanos para llegar, sin bañeros, es decir solitaria, alejada. Sólo la pareja que había venido con nosotros se encontraba allá lejos, en la orilla, sin darse cuenta de nuestra situación. 

Comencé a sentir cansancio y luego agotamiento, mi pareja seguía con fuerzas, porque estaba acostumbrado a nadar, comenzó a sostenerme pues yo estaba al límite de mis fuerzas y apenas podía sostenerme a flote, pero cada vez que me sostenía se hundía. La desesperación me invadió, en ese momento experimenté una claridad inesperada y una fuerza inexplicable para decir "andate porque nos ahogamos los dos", lo empujé con todas mis fuerzas y me hundí, entregada a lo que viniera.  

En ese instante de sabiduría espiritual sucedió el milagro, al hundirme, mis pies tocaron la arena. Me paré. Mi cuerpo emergió del agua. La arena me sostenía. Recuerdo nítidamente el asombro en el rostro de mi compañero, mis palabras: "estoy parada en la arena", y su mirada incrédula. "Exaltada le decía: ¡estoy parada!", "necesito descansar un rato" y él me respondía: "Descansá, y después, entre los dos, vamos a salir". Al recordar me emociono hasta las lágrimas. Ya en la orilla, tendidos durante horas en la arena cálida, él insistía: "no podías estar parada" y yo: "sí. . ., quizás fue un banco de arena en las profundidades" y él incrédulo: "pero yo estaba a tu lado y estaba  flotando; no podía pararme en ningún lugar". Sé que mis pies se posaron en arena firme. También sé que, al hundirme, vi pasar ante mis ojos, como en una película, mi vida hasta ese momento. Quien me sostuvo, ¿Mi fe, mi confianza en la vida, mi esperanza, el milagro de la vida? No sé quien me sostuvo. . . hoy, después de leer a Han, siento que fue mi fe, mi esperanza en la vida y que, quien me acompañaba, se quedó a mi lado hasta que me repuse y me ayudó a salir. El tiempo pasó y nunca pudimos ponernos de acuerdo en qué fue lo que pasó. Él siguió afirmando que era imposible que yo estuviera parada. Mientras que para mí, que sentí bajo mis pies a la arena sostenerme, fue un milagro, la esperanza que .. . . ."Como fe, permite actuar en medio de la desesperación más absoluta".[4]


[1] Han, B-Ch. (2024). El espíritu de la Esperanza. Herder Editorial. p.39.

[2]  Ibid., p.44-45

[3] Ibid., p.68

[4] Ibid., p.88

Opuestos complementarios

En un intento por unir los saberes de Oriente y Occidente, me interesé por la astrología de ambos latitudes y en el Tarot. Durante un tiempo fui una asidua consultante de estas llamadas ciencias ocultas, movida por la curiosidad y, al mismo tiempo, por el deseo de comprender si realmente vivimos en el libre albedrío o si portamos un destino ya marcado. 

No puedo dejar de reconocer también mi necesidad de control, como si fuera posible controlar algo en este mundo tridimensional por el que transitamos como peregrinos de la vida. Ilusión del devenir. . ., pero así fue como me adentré en estos saberes. 

Cada vez que recibía un mensaje de los arcanos del tarot, surgía en mi un cuestionamiento interno, ¿esto me sucede porque me he condicioné al escuchar el mensaje, o porque iba a suceder igualmente?. Paradojas sin sentido en las que entraba, hasta que poco a poco, comencé a encontrarles un nuevo significado.  Comprendí que la tirada del tarot, desde la mirada de la sincronicidad[1], no predice el futuro, sólo me muestra el espejo de mi propio inconsciente, aquello  que ya habita en mi. La astrología, en cambio, me permite reconocer con que llego a este plano, cuáles son las herramientas con las que cuento para transitar mi experiencia de vida. 

Destino y libre albedrío no se oponen; coexisten, entrelazados. De ese entrelazamiento emerge el camino de la vida, que se va manifestando en cada paso que damos. Esta comprensión me permitió integrar dos miradas, que al principio, se me presentaban como opuestas, incluso contradictorias, pero que en realidad son complementarias. Los opuestos son, en esencia, parte de una misma totalidad. Cuando a través de nuestra reflexión y meditación logramos integrarlos, el emergente es algo cualitativamente diferente, en este caso, la vida misma en su expresión más plena. 

La tarea de comprender la dinámica de los opuestos complementarios, la percibo como una constante que se ha ido manifestando a lo largo de mi vida, ya sea por la simbología que ha emergido en mis sueños o de las experiencias que me ha tocado vivir.

La más antigua de ellas se remonta al momento en que fui nombrada por mis padres.  Al nacer, me registraron  con el nombre de Anahí y el apellido paterno Inda. Sin embargo al momento de mi bautismo católico, la Iglesia no aceptó el nombre Anahí, por considerarlo indígena y sin una santa que lo representara, corría el año 1952, en la Argentina. 

Para poder ser bautizada, se decidió entonces ponerme otro nombre: Adriana. Así fue como, desde muy pequeña, tuve dos nombres distintos uno para ser ciudadana y otro para la Iglesia. De más está decir que de todo esto me enteré cuando llegó el momento de tomar la comunión. . ., la vida me sorprendía. 

Aquel descubrimiento marcó en mi algo mas profundo que una simple anécdota familiar. Con el paso del tiempo comprendí que esos dos nombres representaban dos dimensiones de mi ser.  Anahí, el nombre dado por mis padres, encarnaba la conexión con la tierra, la naturaleza, lo ancestral representado en la flor del ceibo símbolo de nuestra tierra. Adriana, en cambio, representaba para mi lo estructurado, la norma establecida que no se flexibiliza ante lo individual, lo institucional y religioso.

Durante años sentí que tenía que elegir una u otra como si vivieran en mi dos identidades distintas, que pertenecían a mundos contrapuestos. Fui comprendiendo, con el tiempo, que ambas me conformaban, que en mi confluyen tanto lo espiritual y lo terrenal, lo intuitivo y lo racional, lo que da estructura y el movimiento que facilita el cambio. 

Esta dualidad desde el inicio de mi vida, inscrita desde mi nombre, fue el primer mensaje simbólico que recibí. Un recordatorio de que los opuestos no son excluyentes, sino que dialogan entre sí revelándonos una unidad que los contiene.


[1] Sincronicidad:  Simultaneidad de dos o más sucesos, uno psíquico y otro externo, que están vinculados por el sentido, es decir el contenido significativo es igual o similar. Jung, C.G. (2004). La Dinámica de lo inconsciente. Obra Completa. V.8. Edit. Trotta.

Surge la magia

Hay un recuerdo que quiero compartir con ustedes, uno que suele venir a mi mente, creo que para recordarme la importancia de lo simbólico.

Era muy pequeña, tendría entre dos y tres años, cuando una noche, mi madre me despertó repentinamente. Estaba emocionada, alegre. Me alzó en sus brazos y salimos a la puerta de casa, sobre la hermosa avenida de los Tilos. 

La imagen que quedó grabada en mi memoria es como un cuadro en movimiento: los Tres Reyes Magos pasando lentamente frente a nosotros. En aquella época, la fiesta mas importante para los niños era la Noche de Reyes. En cada casa se preparaba su  llegada con ilusión, se los esperaba con ansias.  Poníamos tazones con agua, pasto y algún cereal para que los camellos se pudieran alimentaran y continuar su viaje.

Esa noche, imborrable en mi recuerdo, me encontré con ellos. El efecto que causaron en mi, fue inolvidable, pasaban frente a mí como en cámara lenta, transmitiendo paz y felicidad, emociones que atesoro en mi corazón. Hoy entiendo que las emociones de la madre son asimiladas por los hijos, y seguramente ella experimentaba la alegría de poder mostrarle a sus hijas aquello de lo que les contaba en la época de las fiestas. Esos cuentos míticos que se transmiten de generación en generación, tejidos en las noches estrelladas alrededor del fuego que nos conecta con algo ancestral. Que para mi, en ese momento una niña, me permitieron vivir la experiencia de conectar con la magia de lo simbólico.

Aquella noche, la magia entró a mi vida sin pedir permiso, sin preguntar, sin anunciarse. . . .avatares del destino de cada quien. 

Entiendo que para nosotros, los seres humanos, lo simbólico nos convoca a una dimensión que no pasa por la razón, sino por el corazón. Lo simbólico nos conecta con nuestro inconsciente colectivo[1], con aquellas imágenes primigenias que Jung llamó arquetipos,[2] convocándonos al encuentro con nuestro Ser. Aquello que pensábamos perdido o inaccesible emerge de manera espontánea, tocando con nuestra consciencia. Experimentamos el símbolo vivo, lo sentimos. Para Cassirer la capacidad distintiva de la humanidad es la capacidad de simbolizar, lo que nos permite vivir no solamente en un universo físico sino en un universo simbólico. El lenguaje, el mito, la religión son parte de ese universo simbólico que conforman nuestra experiencia de vida. 



[1] Inconsciente que es innato y universal existente en los seres humanos, de naturaleza anímica suprapersonal. C.G.Jung (2009). Arquetipos e Inconsciente Colectivo. Ed.Paidós.

[2]Los contenidos inconscientes colectivos son tipos arcaicos, primitivos, contenidos psíquicos que no han sido elaborados conscientemente. C.G.Jung (2009). Arquetipos e Inconsciente Colectivo. Ed.Paidós.

viviendo sincronicidades

 


En un momento de mi proceso interno me sentía atrapada en un laberinto. La mente, a veces, puede ser nuestra enemiga, recorre una y otra vez los mismos circuitos, gira en círculos, sin llegar a ningún lugar, sin tomar decisiones, sin avanzar. Así me encontraba yo, sin poder encontrar mi camino, sin alcanzar el centro. . . mi propio centro. Dicen que de los laberintos se sale desde el centro. ¿De que manera?, cómo me preguntaba. Sumida en estos pensamientos, caminaba sin rumbo fijo, cuando, al pasar frente a una librería, algo me detuvo. Había un libro en la vidriera, uno en particular que me llamó la atención, no podía apartar la mirada, era como si me estuviera llamando. Sin dudarlo, entré a buscarlo. Lo tomé entre mis manos y comencé a ojear sus páginas, tratando  de descifrar cuál era el mensaje que tenía para mi. 

Finalmente lo encontré, era el Tomo II de Jorge L. Borges (1974), en Elogio de la Sombra (1969)

"Laberinto 

No habrá nunca una puerta. Estás adentro

Y el alcázar abarca el universo

Y no tiene ni anverso ni reverso

Ni extremo muro ni secreto centro. 

No esperes que el rigor de tu camino

Que tercamente se bifurca en otro,

Que tercamente se bifurca en otro,

Tendrá fin. Es de hierro tu destino

Como tu juez. No aguardes la embestida

Del toro que es un hombre y cuya extraña

Forma plural da horror a la maraña

De interminable piedra entretejida.

No existe. Nada esperes. Ni siquiera

En el negro crepúsculo la fiera."  p.366


Este poema atravesó mi alma. Aún hoy, cada vez que lo leo, me detengo. . . busco mi centro, mi corazón. 

Comprendí que no se trata de buscar afuera, el secreto está dentro, en mi, en cada uno de nosotros. 

Tal vez nunca obtenga todas las respuestas que intento encontrar, pero entendí que de eso se trata el caminar en la vida.

 "Caminante no hay camino, se hace camino al andar",  nos recuerda Joan Manuel Serrat. Sin tanto pensamiento que nos enrede. . . , andar, simplemente desde el corazón.

Sueño significativo

 Comencé a vivir en sincronicidad [1] con el universo, sin proponérmelo y sin saber aún lo que significaba realmente la palabra sincronicidad (hoy lo sé).  Un día asistí a un congreso sobre Logoterapia en mi ciudad, una corriente dentro del pensamiento existencialista, donde disertaba el Dr. Rubinstein, un analista junguiano. Cuando comenzó a hablar sobre la simbología y las ideas de Jung, quedé completamente cautivada.

Su exposición me conmovió tanto que, al salir del congreso, fui directamente a comprar un libro de Jung. Elegí uno que me pareciera accesible para alguien que todavía no había iniciado la carrera de Psicología. Así llegué a El hombre y sus símbolos. Me lo devoré. Estaba absolutamente fascinada con su lectura.
No sé si fue el libro o el proceso interno que ya venía gestándose en mí, pero sentía que algo estaba cambiando profundamente. Estaba, podría decir, en plena mutación de conciencia. Fue entonces cuando tuve un sueño significativo [2] que aún hoy recuerdo como un punto de inflexión.

Soñé que llegaba a la casa de una amiga muy querida de mi infancia. Al entrar al living, vi un gran hogar de piedra, y junto a él estaba sentado su padre, que había fallecido hacía varios años. Me miró y, con un gesto tranquilo, me indicó que pasara al interior del hogar. Le obedecí.
Apenas crucé el umbral, el piso comenzó a descender, como si me encontrara dentro de un ascensor. De pronto, él ya no estaba. Me encontré sola, descendiendo hacia un espacio subterráneo y oscuro.
Al llegar, me esperaba un ser dorado en la postura Garudasana de Yoga. Su presencia irradiaba seguridad y una paz envolvente. No hablaba, pero sentí claramente que me estaba recibiendo, sus brazos entrelazados igual que sus piernas con sus manos unidas en actitud de saludo, mirándome nos comunicábamos con nuestras mentes. El ser dorado me guio hacia un pasadizo que conducía a una habitación. Allí había cuatro cunas transparentes con bebés en su interior. Recuerdo haber pensado: pero yo tengo tres hijos… ¿por qué hay cuatro cunas? 
Debía continuar por otro pasadizo que me llevó a una gran sala. Era una joyería, como sacada de la Edad Media. Sentía que buscaba algo, aunque no sabía exactamente qué. Recorrí las vitrinas hasta que, de pronto, mis ojos se detuvieron en un anillo que tenía grabado el símbolo de dos triángulos invertidos rodeados por un círculo.
“Esto es lo que estoy buscando”, dije.
El joyero me lo entregó, pero al verlo exclamé: “No, este es blanco, plateado… yo necesito que sea de oro”. Él me sonrió con calma y me pidió que esperara. Entonces lo frotó suavemente hasta que el anillo comenzó a brillar, resplandeciente y dorado como el sol.
Lo tomé, me lo puse en el dedo de  mi mano y salí de la joyería. Afuera me encontré en una calle muy transitada… y en ese instante desperté.


Este es el símbolo de mi sueño, imagínenlo en un anillo.

Cuando desperté, estaba en estado de shock. Para mí, aquello había sido real: no lo había soñado, lo había vivido. Más tarde comprendí que se trataba de un sueño significativo [2].
Este sueño me ha acompañado toda la vida. Primero, como una búsqueda por comprender su significado: ¿Cuál era el mensaje de mi inconsciente?, ¿Qué necesitaba aprender de él? Las interpretaciones que recibí de terapeutas y analistas Jungianos nunca terminaron de satisfacerme; sentía que les faltaba algo, una resonancia más profunda conmigo misma.

Hace un tiempo, con la ayuda de la Inteligencia Artificial, volví a preguntar por el símbolo y encontré una respuesta que sí me hizo sentido. Según la geometría sagrada, se trata de un campo de energía tridimensional capaz de transportar al individuo a reinos de conciencia superior. Se lo describe como un vehículo divino hecho de luz, que une el espíritu y el cuerpo. También se lo utiliza como herramienta de meditación y ascensión espiritual, pues se cree que brinda protección, equilibra la energía y favorece el crecimiento interior.

Desde mi vivencia, lo entendí como un mensaje de protección: sentí que estaba resguardada en el camino de mi vida. Y así lo sigo sintiendo. Incluso en los momentos más difíciles que atravesé, esa protección siempre se manifestó, ayudándome a salir de cada situación casi como por arte de magia.
Solo puedo sentir gratitud y una profunda comprensión: estamos siendo guiados. Las experiencias extraordinarias que nos suceden en nuestra vida, nos están guiando en nuestro camino único y singular. Escuchar a nuestros sueños, sincronicidades, instantes de lucidez y a nuestro corazón son la clave en nuestra vida.

[1] Sincronicidad:  Simultaneidad de dos o más sucesos, uno psíquico y otro externo, que están vinculados por el sentido, es decir el contenido significativo es igual o similar. Jung, C.G. (2004). La Dinámica de lo inconsciente. Obra Completa. V.8. Edit. Trotta.
[2] Sueño significativo: de acuerdo a Jung, permanecen toda la vida en la memoria del soñante y suele ser una pieza clave de las vivencias anímicas, en ellos aparecen imágenes simbólica que se encuentran en la historia de la humanidad. Jung, C.G. (2004). La Dinámica de lo inconsciente. Obra Completa. V.8. Edit. Trotta.


Experiencia transformadora

 Primera experiencia

Amanecía en un día como tantos, soleado, y con ese sentimiento de alegría sin motivo: esa felicidad pura que surge simplemente por haber despertado a un nuevo día. Tenía 17 años, joven y enamorada, y despertaba para experimentar la exuberancia de voces, colores e instantes que quedaron grabados en mis sentidos, en mi memoria, en la experiencia vivida y jamás olvidada.

Aquel día me permitió enhebrar el primer hilo de una red de tramas nuevas y sorprendentes. En silencio, en soledad conmigo misma, frente a mi total sorpresa e inocencia, miraba una vidriera de modas en una calle céntrica de mi ciudad cuando, de pronto, fui sorprendida. En ese instante único, mi conciencia se trasladó a mi hogar: sin cuerpo, sin tiempo, sin espacio y sin intención. Repentinamente me encontraba allí, viendo lo que sucedía, compartiendo, sin ser vista ni intuida, los quehaceres de mi madre y la llegada de quien era mi novio, que venía a visitarme con su máquina de escribir y su deseo de encontrarse conmigo.

Observaba y me sentía parte de la experiencia. Estaba allí, percibiendo, comprendiendo, sin saber cómo ni de qué manera. Me inundaba una sensación de alegría y asombro. ¿Cómo era esto posible? No veía mi cuerpo, pero sabía, sentía que estaba ahí. Mi madre y mi novio no tenían conciencia de mi presencia.

Y así como me fui, regresé en un instante al lugar de donde había partido: nuevamente me encontraba frente a la vidriera. El tiempo parecía no haber transcurrido. Todo seguía igual; nadie me miraba de manera extraña, todo parecía normal.

Me resulta difícil explicar lo sucedido, porque todo ocurrió en un instante eterno: así es como lo sentí. Decidí volver a mi casa; necesitaba comprobar lo que había pasado. ¿Era cierto lo que había vivido? ¿Me había trasladado sin mi cuerpo? Entonces… ¿el alma, el espíritu existen? Todo esto pensaba mientras caminaba las diez cuadras que me separaban de mi hogar. Caminaba, corría con la alegría de quien no entiende y, al mismo tiempo, se asombra ante el misterio.

Fue mi primer contacto con el misterio: se había colado en mi vida sin avisar, sin preguntarme. A partir de ese momento supe que mi alma viajaba conmigo.

Misterio, “1220-50, tomado del latín mysterium, del griego mysterion, ‘secreto’, ‘misterio’, ‘ceremonia religiosa para iniciados’, deriv. de ‘mýo’, ‘yo cierro’”[1]; “Cosa arcana o muy recóndita, que no se puede comprender o explicar”[2].

Y así fue. No supe explicarlo, ni tampoco hallarle sentido. Algo en mí se abrió, y comencé a buscar respuestas donde pudiera encontrarlas. Corría el año 1969: no existía Internet, sólo teléfonos fijos y bibliotecas; el mundo del saber habitaba en los libros. En una de esas búsquedas descubrí El tercer ojo, de Lobsang Rampa, que narraba las vivencias de un lama tibetano. Su lectura encendió una luz: por primera vez intuí que lo que había vivido podía ser un viaje astral.

No había encontrado el libro en la biblioteca. En realidad, no sabía ni qué buscar: no tenía palabras para nombrar la experiencia. Hoy bastaría con unas pocas palabras en un buscador; entonces, era un acto de fe. Lo hallé, finalmente, en el último lugar donde habría pensado buscar: en la mesa de luz de mi madre. Me quedé inmóvil. ¿Ella lo estaba leyendo? Y, sin embargo, cuando le conté lo sucedido, ¿se hizo la incrédula? Qué curioso, pensé, “sabe, pero no lo dice; se ríe, disimula… ¿qué sabrá que no cuenta?”.

Mucho tiempo después comprendí que nada de eso fue casual. Somos guiados, y las respuestas casi siempre están más cerca de lo que imaginamos: en nuestra casa, en los otros, en el propio corazón. Muy cerquita… aunque a veces no sepamos verlas.

Al encontrar una explicación para aquella experiencia, me tranquilicé. Pude darle sentido a lo sucedido, y comprendí que otorgar significado a lo que nos pasa, captar su esencia, nos brinda calma. No hablo aquí de verdad ni de certeza, sino de la posibilidad de encontrar un sentido desde nuestra propia subjetividad. Sin embargo, más allá de ese primer alivio, mis interrogantes continuaban. ¿Para qué me había pasado esto? ¿cuál era el propósito? ¿Con qué tenía que ver? Quería descubrir la relación entre esa vivencia y el momento que atravesaba. 

Mi familia comenzó a mirarme con cierta rareza, o tal vez a fingir extrañeza. Aunque les describía, punto por punto, lo que hacían en el preciso instante, las palabras que decían, que ropa tenían, los movimientos, sus miradas oscilaban entre la duda y el desconcierto. “Esta chica con esas cosas raras…”, murmuraban por lo bajo. Del libro escondido que había encontrado, ni una palabra. Fue uno de esos secretos familiares que con el tiempo fui descubriendo, poco a poco, desde mi mente analítica.

Esta experiencia me dejó como aprendizaje la vivencia directa y profunda de que el tiempo y el espacio están unidos, y que no poseen una existencia real tal como yo los conocía o entendía hasta entonces. Comprendí que las experiencias que vivimos a través del cuerpo físico acontecen en la intersección de ese entramado que llamamos espacio-tiempo. ¿Y las experiencias que acontecen sólo en la conciencia, sueño, realidad? En la consciencia no hay tiempo, no existe el tiempo, pero si la presencia del Ser. 

Kant (1883), en su Crítica de la razón pura, nos advertía que el espacio y el tiempo no son propiedades de las cosas en sí mismas, sino formas a priori, categorías psíquicas que funcionan como condiciones subjetivas necesarias para la experiencia y el conocimiento del mundo como fenómeno. El espacio es la manera en que percibimos los objetos como externos y con dimensiones; el tiempo, la forma en que percibimos la sucesión y la duración de los eventos[3].



[3] Kant, I. (1883). Crítica de la razón pura. Madrid: Gaspar. 

[1] Corominas, J. (2000). Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana. Madrid: Gredos

[2] Diccionario de la Real Academia Española


Siguiente experiencia

 Segunda Experiencia

Pasaron algunos años. Tenía 21 cuando viví una experiencia que, en contraste con la anterior, se presentó en un contexto completamente distinto. Venía de atravesar un hecho traumático que me había dejado en un estado de estrés y alerta constante, con una emoción opuesta a aquella alegría serena de mis 17. Me costaba conciliar el sueño, dormía poco, estudiaba en la facultad, trabajaba en un banco y me exigía más de lo que podía dar. Estaba triste, agotada, exasperada.

Aquella mañana, vencida por la angustia, decidí no presentarme al examen final. Me rendí. Podría decir que me entregué a la situación: dejé de luchar conmigo misma y reconocí mi límite. Me dije: no puedo, estoy exhausta.

En ese instante, sin previo aviso, me encontré a cuatrocientos kilómetros de mi casa, en la vivienda de mi hermana, donde mi madre estaba de visita. Me quedé un rato con ellas, escuchando su conversación, sintiendo su presencia, aunque ninguna de las dos tuviera la menor intuición de la mía. Me invadió una sensación de compañía y de calma, y en ese mismo momento regresé a mí, a mi ser, simultáneamente con el retorno a mi cuerpo, a la cama de mi habitación.

Ya en otro estado, me dije a mí misma: otra vez me pasó lo mismo; me fui, mi conciencia viaja y no tengo idea de lo que me sucede. Todas mis reflexiones anteriores, aquellas que vinculaban la primera experiencia con un estado de paz y alegría, se desmoronaron. Esta vez había ocurrido en condiciones completamente opuestas: en medio del dolor, la contradicción emocional y la desolación. Comprendí entonces que lo vivido no dependía de un estado de expansión ni de contemplación, como podrían sostener los budistas, ni de una intención consciente. En mi caso, se trataba de otra cosa.

El inconsciente iluminándome

 Al poco tiempo soñé con un símbolo que no recordaba haber visto antes: el Yin y el Yang.


Digo recordar porque, al haberlo soñado, comprendí que mi inconsciente lo conocía, aunque mi mente consciente lo hubiera olvidado. Intrigada, comencé a buscar su significado, y al encontrarlo comprendí su mensaje: los opuestos son complementarios; la oscuridad habita en la luz y la luz en la oscuridad, aun cuando no seamos conscientes de ello. Ya estemos transitando momentos de sombra o de claridad, ambos forman parte de una misma totalidad.

La imagen del Yin y el Yang revela, sin necesidad de palabras, la integración de los opuestos, la percepción directa de la unidad. Según Jung (2015)[i], en los sueños emergen fenómenos profundamente complejos del inconsciente, donde coexisten imágenes y fantasías que se repiten: la tensión entre claridad y oscuridad, la unión de los contrarios en un tercero, y otras manifestaciones que deben ser comprendidas simbólicamente. Los sueños, nos orientan cuando necesitamos claridad; son como faros que iluminan el sentido de lo que atravesamos.

Con estas dos experiencias comprendí, aunque mucho permanecía aún en el misterio, que los estados emocionales y las vivencias que solemos llamar buenas o malas son, en realidad, parte de una unidad mayor que las contiene: nuestra vida. Alegría y tristeza, luz y sombra, forman parte del mismo tejido. Todo pasa, todo fluye, como recordaba Heráclito (540 a.C.–480 a.C.) al decir: “No te bañarás dos veces en el mismo río”. Para mí, esa frase simboliza la unión entre la permanencia del Ser y el fluir constante de la existencia.

También me remite al Arcano(1)de la Rueda de la Fortuna, que representa, en su centro inmóvil, la permanencia del Ser espiritual, mientras su borde gira, muta y se transforma a través de las distintas experiencias que moldean a la individualidad, la personalidad y el ego.

A partir de las experiencias relatadas comprendí que, la conciencia trasciende al cuerpo, aquello que los cristianos llaman alma, los místicos espíritu y Jung denominó psique. Comencé entonces a interesarme por los estados alterados de conciencia, adentrándome en un nuevo mundo. Me sentí especialmente conectada con las ideas de G. I. Gurdjieff (1867-1949) a través de los escritos de Maurice Nicoll, quien difundió el sistema del Cuarto Camino. Paralelamente, profundicé en las enseñanzas budistas, el sufismo y las corrientes de la Nueva Era. Estas influencias expandieron mi conciencia y produjeron en mí una verdadera transformación. Más tarde, durante mi formación en psicología, me sentí particularmente atraída por las corrientes existencialistas y, posteriormente, por la psicología analítica de Carl G. Jung.


[i] Jung, C., G. (2015). Arquetipos e Inconsciente Colectivo. Paidós, Ed. 6*impresión

(1) Arcano: carta del Tarot que cuenta una historia simbólica


Motivación para escribir

Varios acontecimientos que fui viviendo a lo largo de mi vida fueron las semillas que mi inconsciente sembró en mi consciencia, preparando el terreno para que hoy pueda escribir este blog. Fueron experiencias que, al mismo tiempo, me sorprendían y me iniciaban en un viaje de aprendizajes y misterios. Muchas de ellas carecían de sentido o de respuestas claras a mis interrogantes, pero justamente esas vivencias fueron las que me impulsaron a buscar, a explorar otros caminos —y también mi propio interior—, a soñar, meditar e iniciar una búsqueda que ha acompañado toda mi vida y que aún continúa.

Dicen que aprendemos mientras estamos vivos, y comparto profundamente esa idea. Mientras estemos conectados a nuestro cuerpo físico, respirante, viviente y amoroso, seguimos aprendiendo. En mi caso ha sido, y continúa siendo, así. A mis 73 años sigo aprendiendo y estudiando; hace muy poco comencé a comprender el para qué de ciertos hechos vividos y hacia dónde me fueron llevando, como un tejido, una red que fue entrelazándose a lo largo de mi vida: conmigo misma, con los otros y con todos los seres con conciencia.


Motivación para escribir

Motivación para escribir

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