Segunda Experiencia
Pasaron algunos años. Tenía 21 cuando viví una experiencia que, en contraste con la anterior, se presentó en un contexto completamente distinto. Venía de atravesar un hecho traumático que me había dejado en un estado de estrés y alerta constante, con una emoción opuesta a aquella alegría serena de mis 17. Me costaba conciliar el sueño, dormía poco, estudiaba en la facultad, trabajaba en un banco y me exigía más de lo que podía dar. Estaba triste, agotada, exasperada.
Aquella mañana, vencida por la angustia, decidí no presentarme al examen final. Me rendí. Podría decir que me entregué a la situación: dejé de luchar conmigo misma y reconocí mi límite. Me dije: no puedo, estoy exhausta.
En ese instante, sin previo aviso, me encontré a cuatrocientos kilómetros de mi casa, en la vivienda de mi hermana, donde mi madre estaba de visita. Me quedé un rato con ellas, escuchando su conversación, sintiendo su presencia, aunque ninguna de las dos tuviera la menor intuición de la mía. Me invadió una sensación de compañía y de calma, y en ese mismo momento regresé a mí, a mi ser, simultáneamente con el retorno a mi cuerpo, a la cama de mi habitación.
Ya en otro estado, me dije a mí misma: otra vez me pasó lo mismo; me fui, mi conciencia viaja y no tengo idea de lo que me sucede. Todas mis reflexiones anteriores, aquellas que vinculaban la primera experiencia con un estado de paz y alegría, se desmoronaron. Esta vez había ocurrido en condiciones completamente opuestas: en medio del dolor, la contradicción emocional y la desolación. Comprendí entonces que lo vivido no dependía de un estado de expansión ni de contemplación, como podrían sostener los budistas, ni de una intención consciente. En mi caso, se trataba de otra cosa.
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