Primera experiencia
Amanecía en un día como tantos, soleado, y con ese sentimiento de alegría sin motivo: esa felicidad pura que surge simplemente por haber despertado a un nuevo día. Tenía 17 años, joven y enamorada, y despertaba para experimentar la exuberancia de voces, colores e instantes que quedaron grabados en mis sentidos, en mi memoria, en la experiencia vivida y jamás olvidada.
Aquel día me permitió enhebrar el primer hilo de una red de tramas nuevas y sorprendentes. En silencio, en soledad conmigo misma, frente a mi total sorpresa e inocencia, miraba una vidriera de modas en una calle céntrica de mi ciudad cuando, de pronto, fui sorprendida. En ese instante único, mi conciencia se trasladó a mi hogar: sin cuerpo, sin tiempo, sin espacio y sin intención. Repentinamente me encontraba allí, viendo lo que sucedía, compartiendo, sin ser vista ni intuida, los quehaceres de mi madre y la llegada de quien era mi novio, que venía a visitarme con su máquina de escribir y su deseo de encontrarse conmigo.
Observaba y me sentía parte de la experiencia. Estaba allí, percibiendo, comprendiendo, sin saber cómo ni de qué manera. Me inundaba una sensación de alegría y asombro. ¿Cómo era esto posible? No veía mi cuerpo, pero sabía, sentía que estaba ahí. Mi madre y mi novio no tenían conciencia de mi presencia.
Y así como me fui, regresé en un instante al lugar de donde había partido: nuevamente me encontraba frente a la vidriera. El tiempo parecía no haber transcurrido. Todo seguía igual; nadie me miraba de manera extraña, todo parecía normal.
Me resulta difícil explicar lo sucedido, porque todo ocurrió en un instante eterno: así es como lo sentí. Decidí volver a mi casa; necesitaba comprobar lo que había pasado. ¿Era cierto lo que había vivido? ¿Me había trasladado sin mi cuerpo? Entonces… ¿el alma, el espíritu existen? Todo esto pensaba mientras caminaba las diez cuadras que me separaban de mi hogar. Caminaba, corría con la alegría de quien no entiende y, al mismo tiempo, se asombra ante el misterio.
Fue mi primer contacto con el misterio: se había colado en mi vida sin avisar, sin preguntarme. A partir de ese momento supe que mi alma viajaba conmigo.
Misterio, “1220-50, tomado del latín mysterium,
del griego mysterion, ‘secreto’, ‘misterio’, ‘ceremonia religiosa para
iniciados’, deriv. de ‘mýo’, ‘yo cierro’”[1];
“Cosa arcana o muy recóndita, que no se puede comprender o explicar”[2].
Y así fue. No supe explicarlo, ni tampoco hallarle sentido. Algo en mí se abrió, y comencé a buscar respuestas donde pudiera encontrarlas. Corría el año 1969: no existía Internet, sólo teléfonos fijos y bibliotecas; el mundo del saber habitaba en los libros. En una de esas búsquedas descubrí El tercer ojo, de Lobsang Rampa, que narraba las vivencias de un lama tibetano. Su lectura encendió una luz: por primera vez intuí que lo que había vivido podía ser un viaje astral.
No había encontrado el libro en la biblioteca. En realidad, no sabía ni qué buscar: no tenía palabras para nombrar la experiencia. Hoy bastaría con unas pocas palabras en un buscador; entonces, era un acto de fe. Lo hallé, finalmente, en el último lugar donde habría pensado buscar: en la mesa de luz de mi madre.
Mucho tiempo después comprendí que nada de eso fue casual. Somos guiados, y las respuestas casi siempre están más cerca de lo que imaginamos: en nuestra casa, en los otros, en el propio corazón. Muy cerquita… aunque a veces no sepamos verlas.
Al encontrar una explicación para
aquella experiencia, me tranquilicé. Pude darle sentido a lo sucedido, y
comprendí que otorgar significado a lo que nos pasa, captar su esencia, nos brinda calma. No hablo aquí de verdad ni de certeza, sino de la
posibilidad de encontrar un sentido desde nuestra propia subjetividad. Sin
embargo, más allá de ese primer alivio, mis interrogantes continuaban. ¿Para
qué me había pasado esto? ¿cuál era el propósito? ¿Con qué tenía que ver? Quería descubrir la relación
entre esa vivencia y el momento que atravesaba.
Mi familia comenzó a mirarme con cierta rareza, o tal vez a fingir extrañeza. Aunque les describía, punto por punto, lo que hacían en el preciso instante, las palabras que decían, que ropa tenían, los movimientos, sus miradas oscilaban entre la duda y el desconcierto. “Esta chica con esas cosas raras…”, murmuraban por lo bajo. Del libro escondido que había encontrado, ni una palabra. Fue uno de esos secretos familiares que con el tiempo fui descubriendo, poco a poco, desde mi mente analítica.
Esta experiencia me dejó como aprendizaje la vivencia directa y profunda de que el tiempo y el espacio están unidos, y que no poseen una existencia real tal como yo los conocía o entendía hasta entonces. Comprendí que las experiencias que vivimos a través del cuerpo físico acontecen en la intersección de ese entramado que llamamos espacio-tiempo. ¿Y las experiencias que acontecen sólo en la conciencia, sueño, realidad? En la consciencia no hay tiempo, no existe el tiempo, pero si la presencia del Ser.
Kant (1883), en su Crítica de la razón pura, nos advertía que el espacio y el tiempo no son propiedades de las cosas en sí mismas, sino formas a priori, categorías psíquicas que funcionan como condiciones subjetivas necesarias para la experiencia y el conocimiento del mundo como fenómeno. El espacio es la manera en que percibimos los objetos como externos y con dimensiones; el tiempo, la forma en que percibimos la sucesión y la duración de los eventos[3].
[3] Kant, I. (1883). Crítica de la razón pura. Madrid: Gaspar.
[1] Corominas, J. (2000). Breve
Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana. Madrid: Gredos
[2] Diccionario de la Real Academia
Española